"La gente cree estar plenamente informada sin haberse aproximado siquiera a una sola idea que contradiga sus prejuicios", Bill Keller.

30 de junio de 2009

Lo que Humo(r) nos legó



El dibujante, editor, diseñador y artista plástico Andrés Cascioli falleció el jueves, a los 73 años. La revista Humo(r) fue su gran obra, creó una forma de usar el ingenio y el sarcasmo para burlar las barreras del poder. Y fue una marca en la subjetividad de una generación. Los platenses que publicaron en sus páginas la recuerdan para Diagonales en una despedida al tipo que la creó y, a su manera, nos liberó:

Una marca profunda
Por Jorge Goyeneche
Novelista - autor del blog www.revista-humor.blogspot.com
La revista Humo(r) fue un desvío. No un atajo, ese recorrido fácil que nos hace saltear etapas y nos ubica rápidamente al final del recorrido, sino la decisión de no aceptar la mirada permitida: saltar por el Mundial, tirar papelitos como Clemente, pegar en el auto un cartelito que rezaba “Somos derechos y humanos”. Frente al aislamiento que la gran masa imponía, Humo(r) fue una diagonal.
Estábamos sin trabajo en un departamentucho húmedo, llovía, no había un peso, se nos había acabado la garrafa. Un melodrama ruso en blanco y negro. Un hijo y un embarazo avanzado. La última moneda, con su pedido de auxilio a padres o suegros, se la tragó el teléfono público que estaba a tres cuadras. Era el 78. Como exorcismo, nos pusimos a escribir y meses después nos contestaron de la revista. Y así empezó todo. A pesar de algún número secuestrado, a pesar de un amago de huida romántica por los techos vecinos de la calle Piedras en la primera sede de la editorial, fueron años felices porque la hostilidad militarizada no podía contra nosotros. También era una fiesta acarrear las notas (sin Internet, sin celular, sin fax, ni siquiera había teléfono en casa) había que tomarse el tren, caminar silbando hasta San Telmo y sentarse en la redacción a charlar con Tomás Sanz, Fabre, Vázquez, cruzarse con Dolina, Sasturain, los dibujantes. Y todo con enorme amabilidad (juro que no estoy mejorando el pasado, estas pocas líneas no alcanzan para describir el afecto y la cordialidad de aquella redacción). Luego llegaban cartas comentando esas notas desde Noruega, desde un pequeño pueblito aislado en Santiago del Estero, desde cualquier lugar donde otros exiliados externos o internos se reconfortaban a pesar de la soledad y la distancia.
Nadie puede salir de esos recreos largos sin una marca profunda. Tanto en el anclaje afectivo como en la forma de acercarse al lector, en la manera de enfocar el análisis del entorno. Humo(r) es un gen. Aquellas tapas que ponían en escorzo a los superhombres (Menotti como San Martín; la junta como tres monos que no hablan ni miran ni oyen; la Justicia ciega en patineta; Galtieri conquistador a lo Mel Brooks); aquellas notas, aquellos reportajes que buscaban el subtexto. Es una marca en la forma de mirar.
El día de la muerte de Cascioli en TN lo mataron a Fabregat. Una joyita. Mientras el banner rápidamente anunciaba la noticia, arriba pasaban un video, sin sonido, en el que se veía al uruguayo Fabre. Una hora después lo corrigieron y pusieron al verdadero muerto. Y finalmente, Michael, el negro blanco, el Grassi del norte, se lo llevó del todo.
Cuando todo el sistema cultural mira derecho, sé –gracias a Humo(r)– que hay que inclinar un poco la cabeza o directamente poner todo patas para arriba. Como dijera Prodan en “Murciélagos”: “yo estoy al derecho, dado vuelta estás vos”.

Esa ventana urgente y necesaria
Por Horacio Fiebelkorn
Escritor y periodista
Fotos superpuestas: Videla dando un discurso, diarios que callan el relato de la entrega y la masacre civil, y mi propia imagen de pibe de 21 años que empieza a publicar notas en la revista Humo(r), que funcionaba en dos departamentos de la calle Piedras, con un clima casi familiar, íntimo y bohemio: se cocinaba allí mismo a la hora de comer, se almorzaba en equipo sobre los escritorios. Toda una mística vital en tiempos desastrosos.
Sólo una cosa tenía clara aquel veinteañero: la vida cotidiana era una porquería sin par en esa cárcel de las emociones que era La Plata en esos años. Desde ese lugar escribía, y Humo(r) daba refugio. Era una ventana por donde respirar algo distinto de la palabra oficial y mediática de esos años, jugada al cretinismo, la mediocridad y la hipocresía.
La revista acompañó la bronca colectiva previa al retorno de la democracia, y en ese camino quebró la sintaxis clásica del periodismo, al promover una lengua sarcástica y una mirada implacable hacia una cotidianidad y un sentido común viciados por el fascismo. Se lucían las plumas de Fabregat, Dolina, Sanz, Saccomano, Sandra Russo o Gloria Guerrero, junto a los reportajes de Mona Moncalvillo, el arte de Cascioli o Nine, el despuntar de los jóvenes Langer, Rep y Daniel Paz, y los ya veteranos Viuti y Grondona White. Creo que ese fue su mayor aporte al periodismo: hoy muchos escriben como lo hacíamos en Humo(r), aunque la ironía, en los 90, dejó de ser un arma y pasó a engrosar el repertorio del cinismo vacío y seudo canchero. En cuanto a la gráfica, la revista revalorizó a las páginas de humor en los diarios: no hay medio que no tenga sus humoristas, más o menos ácidos, más o menos talentosos.
En la columna del “debe”, hay que computarle a Humo(r) haber hecho suya la idea alfonsinista de que todo reclamo era “desestabilizador”. Esta adhesión le quitó humor y la convirtió en una revista de opinión. En paralelo, el crecimiento de la editorial La Urraca encontró su techo en los ‘80: cierre de revistas como El periodista, rumores de vaciamiento nunca confirmados, y el estado fantasmal en que fue quedando el edificio de la calle Venezuela, con un Cascioli casi aislado y demasiado convencido de haber derrotado, él solo, a la dictadura. Aquella bohemia heroica de los primeros ‘80 ya estaba bajo tierra. Y los ‘90 terminaron de cargarse a la propia revista, que pese a todo hizo historia por no tratar de imbéciles a los lectores, y por abrir esa ventana urgente, necesaria, que a tantos nos permitió respirar en tiempos difíciles.

La marca del humorista
Por Genoveva Arcaute
Poeta y narradora, autora del blog www.revista-humor.blogspot.com
Permitirnos vivir en estado de escritura, que es un estado de gracia. Quincena a quincena, la incertidumbre de si sería o no publicada la nota que había sido penosamente acarreada en el Río de La Plata (Centenario y Calchaquí, Mitre de Avellaneda y subte en Constitución, previo licuado de banana para reponer energía) y cuya idea o plan estaba aprobado veinte o treinta días antes. Y no pensar en el teléfono para abreviar la agonía porque no lo tenía en casa, los públicos eran pocos y los que andaban, devoraban fichas que no se conseguían en ningún kiosco. Estamos hablando de los últimos revolcones de la dictadura y los primeros augurios de la democracia. Y claro, la vida pasaba por ahí, la única calle con luz.
Podían pasar dos cosas: A) La nota salía, entonces todo era alegría y fe en la propia escritura, se podía vivir tranquilo hasta la próxima, pensar con tiempo suficiente, desarrollar esa idea que ya estaba conversada y, sobre todo esto, saberse colaboradora de Humo(r), leída y disfrutada por quichicientos lectores hermanos. Sin contar que un artículo doble página era pagado más o menos como cuatro horas cátedra de secundaria (multiplicadas por cuatro semanas: dieciséis horas reales con un curso). Lo cual no es poco, si recuerdo que cuando vino Cortázar al San Martín a conversar con sus lectores, no pudimos ir a verlo por malaria, miseria, sequía, como quieran llamarlo. ¡Quién iba a decir que sería la última oportunidad! O B) La nota no salía, y entonces toda la negrura del fracaso caía sobre nosotros. ¿Acaso el Gordo Soriano había mandado algo a último momento? ¿O Malvinas terminaba con todos los rincones de la revista donde podía caber la notita de los platenses, costumbrista, con risas y ese tinte tan aquí-estamos-vivos-y-con-ganas-de-empezar? ¿O le tocaba a Santiago Varela, a Manolo da la Zarza, a la Wargon, que pulsaban la misma cuerda?
Entonces quedaba el consuelo: la Súper, la Sex o alguna otra, que nunca terminaban de definirse. Súperhumo(r), por ejemplo, empezó como muestrario de la nueva historieta, densa en lo intelectual, única en el dibujo, carísima de publicar. Después, entregados al radicalismo, Enrique Vázquez la dirigió unívocamente a lo político. ¡A ver esa ductilidad, señoras! Ese oficio de adaptarse a líneas e intenciones. Después la Sex se la tragó, valga la expresión y otra vez, a ensayar otro humor, otra temática. Lo bueno, lo grande, es que siempre estaba la oportunidad de demostrar que una podía, que para algo había elegido como oficio nada menos que la palabra.
Y aquí concluyo. La escritura de un escritor se hace en un aprendizaje lento e inconciente. Fuerzas que a una la moldean, la determinan y sólo se divisan con el correr del tiempo. Y si algo como escritores nos dejó esa década, fue sin duda la marca del humorista. La vocación de desnudar ese sesgo que la realidad se empeña en disimular, sacado a la luz en el verso, en la narración, en lo que, como entonces, se ponga por delante.

Nuestras obligaciones
Por Carlos Pinto (autor de la obra que ilustra esta serie de notas)
Ilustrador y humorista gráfico
Cuando tenía seis años dibujaba con mi amigo Marito, en Avellaneda, mientras tomábamos la merienda y veíamos El zorro o Meteoro en un enorme televisor blanco y negro. Eramos felices dibujando historietas. Luego crecimos, vino la dictadura militar, mi familia se mudó a Necochea y me alejé de mi amigo. Desde la tranquilidad de la playa, sin procedimientos militares ni persecuciones a la vista, viví una adolescencia feliz. Parecía estar en una costa ajena a todo lo que sucedía en el país. Pero pasaban cosas. Llegó a mis manos la revista Humo(r), con las inolvidables tapas del Tano Cascioli y sus necesarias denuncias. Más tarde llegaron Sexhumo(r), Superhumo(r) y Fierro. Mi vida cambió con esa constelación de revistas creadas por Cascioli y sus implacables monstruos del dibujo. Me abrieron un mundo. Me animaron a estudiar. Llegó la democracia, vine a La Plata y me recibí de profesor. A mediados de los ‘80, en la galería de arte Praxis, en calle 49, se hizo una muestra de todas las luminarias de la revista y conocí a Raúl Fortín, un artista platense con una trayectoria impresionante. Él me acercó a Humo(r).
Terminaba agónicamente el gobierno de Raúl Alfonsín, los tiempos habían cambiado, gobernaba Carlos Menem y Ediciones de La Urraca no tenía el auge de antaño, pero yo no quería perderme la ilusión de publicar allí: Era coronar un sueño que había empezado en las tardes de merienda con mi amigo. Armé una carpeta y fui, sin pensar que podría encontrarme con mi amigo de la infancia. Ahí estaba Marito, era uno de los jefes de dibujantes de la editorial. Hacía 19 años que no nos veíamos. Y empecé a publicar, era la época de los chistes de Menem: la Ferrari, la avispa, “el quincho”. Pero con el correr de los meses, los grandes dibujantes e intelectuales que habían germinado junto a Cascioli, Humo(r) y sus satélites, abandonaron la editorial, la mayoría enojados con el Tano.
No lo conocí personalmente, pero sin saberlo, ese Tano me cambió la vida. Me mostró que se podía ser profesional del dibujo, que se podía hacer una revista, que con un lápiz se podía hacerle burla a los poderosos.
Admiro su enorme obra, no es fácil en un país como el nuestro y en el contexto que lo hizo, ser creativo, dibujar como los dioses, armar una editorial, reunir a los mejores y hacer éxitos que desafiaran a una dictadura.
El Tano Cascioli, Raúl Fortín, y tantos otros de aquel glorioso staff, tienen ganado un enorme lugar en la historia del periodismo gráfico, y el del humor gráfico argentino. Desde las facultades de arte, desde las escuelas, desde los medios de comunicación, desde nuestra memoria como ciudadanos, tenemos la obligación de revisar sus obras como ejercicio de valoración artística, de la memoria y de estudio de nuestra historia.

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