Con 67 años, trabaja de lunes a lunes. Vive en una casilla abarrotada de cosas que recogió en la calle. Tiene conocidos en todas las esquinas, un hijo preso y un caballo bien alimentado y de pelaje brilloso que no necesita indicaciones para hacer todas las tardes el mismo recorrido.
Por Elisa Corzo y Miguel Graziano
1
Son las 4 de la tarde de un día soleado del invierno recién llegado. No acaba de levantarse de la siesta. Tampoco está tejiendo. Hace un rato llegó de Olmos, donde visitó a su hijo preso. Está desparramada en un sillón bordó, bajo el alero de su casa. Se queja porque le pica la gomaespuma que se escapa por la cuerina rota. Le gusta sentarse en la vereda, mirar a la gente que pasa y conversar con los vecinos. Señala a dos que van en una moto.
—¿Ves ése que pasa ahí? También ése es hijo mío, y el que va con él es mi nieto — dice.
Tiene 67 años, cuatro hijos y tantos nietos que le cuesta contarlos.
Mira el reloj y manda al Negro a que prepare al caballo para salir a cartonear. El hombre con la cara huesuda y la piel curtida con el que convive hace 25 años trae el caballo con paso lento, de las riendas. Cuando termina de ponerle la silleta y la pechera, le acaricia la cabeza.
Vive en una casilla de durlock y madera abarrotada de cajas, ollas y un sinfín de bártulos que recogió en la calle. Una de las piezas está hasta el techo de ropa. Agarra una campera de algodón para abrigarse.
Donde vive Elena no hay carteles que indiquen las calles. Tampoco hay numeración en las casas. Cuando da su dirección, la referencia es el tarro azul de plástico que rebalsa de agua. Un caballo que anda suelto está tomando agua. También ella saca agua con una jarra y bebe un poco.
Cuelga su bolso de una madera. Apoya un pie en la rueda y se agarra del asiento para subirse al carro. Aunque muestra sus bíceps marcados, admite que ya le cuesta subir y bajar. Agarra las riendas y grita “¡Eaaa!”, para arengar al caballo. El carro se balancea con violencia cuando pasa por la zanja con agua podrida.
2
Va sola. El Negro no quiso acompañarla. Una gorra azul le aplasta los rulos grises. Enfila por la 602, una calle de tierra y piedras como todas por ahí. Diez caballos pastan en un campo que fue cabecera de estancia. Dice que son de ella y de uno de sus hijos, cartonero.
El primer barrio en el que se interna es un asentamiento con casillas. Algunas son de chapa. No están hace mucho. Cuando ella llegó a la zona, hace más de 20 años, sólo estaban las casas de los cuidadores de la estancia y alguna que otra vivienda desperdigada.
Dobla en la esquina y se cruza con un hombre joven que arrastra un carro lleno de cartones y botellas. Elena aprovecha a preguntarle por el patrullero que ya tres veces dobló por una esquina cercana. Se rumorea que mataron a un paraguayo, pero ellos concluyen que es “mentira de José”, el borracho del barrio, que llamó ala Policía.
José también arrastra un carro, pero de supermercado. Hace unos meses lo atropelló una moto y quedó mal de la pierna. Elena lo dejó quedarse en su casa. Un día la trató de puta y lo echó.
En villa Montoro vive la mayoría de los cartoneros deLa Plata. Tambiénhay albañiles, mujeres que limpian casas y barrenderos municipales. A Elena no le gusta:
—El barrio es una porquería —comenta al pasar frente a una casa donde hay un grupo de jóvenes. Escuchan música a todo volumen, que satura los parlantes del auto estacionado en la vereda. Suena El Guachón.
—Hambre no hay, pero hay mucha droga; los pibes dejan la escuela y se la pasan en la calle.
3
Antes de mudarse a villa Montoro Elena vivió en Lanús. Trabajaba como moza. Carlos, el hombre al que llama “marido”, la conoció en ese restaurante. Sus compañeras le decían que no le convenía, porque era casado.
En una repisa de su casa guarda un portarretratos cubierto de tierra y papeles. Un hombre gordo, con bigotes y una camisa a cuadros le sonríe a la cámara. Lo atropelló un colectivo hace doce años.
—¿Ves? Éste sí es mi marido. Era penitenciario.
—Antes de morirse, él sabía que yo estaba viviendo con el Negro. Le decía que me cuidara. ¿O no, Negro?
El Negro ceba despacito un mate y asiente en silencio.
Con Carlos empezó a cartonear. Iban aLa Cantera, entre Abasto y Romero. Llevaban un carro de a pie.
—Ahí en los contenedores se veía de todo, cualquier cosa, bebés muertos… cualquier cosa. Una vez vi cómo jugaban a la pelota con la cabeza de un muerto. Y ya no pude volver más, ¿viste? Eso fue en la época de la dictadura.
4
En abril, Control Urbano le quitó a Elena el caballo porque estaba amarrado sobre la senda peatonal. También le dijeron que lo secuestraban porque estaba lastimado. Ella le dijo al juez que fuera él a mirar el caballo. “Que se fije él a ver si yo miento, a ver si está o no está lastimado”.
La primera noche la pasó a la intemperie, en la plaza Malvinas. Estaba sola y hacía frío. No se iba a ir sin Bobo. Los caballos de la familia de Elena están bien alimentados y con el pelaje brilloso. Les da avena. Los deja pastar en el campo frente a su casa. Una veterinaria los revisa y le firma la libreta sanitaria con regularidad.
5
—¡Qué linda es la libertad! —dice mientras Bobo tira del carro. Va por una calle del barrio Jardín, con la brisa y el sol de junio, que apenas entibia la piel.
—¡Qué feo es estar encerrado como mi hijo! Y yo estoy abandonada, ¿viste? Me dejé estar, y mi hijo me dice que le tenga la pieza linda para cuando vuelva, pero yo no puedo, no tengo ganas… Tengo miedo de que un día lo agarren en una pelea y que le pase algo, ¿viste?, puede pasar cualquier cosa ahí.
Elena tiene un recorrido fijo, que Bobo —como le dice a Boni— hace por inercia. Los vecinos la reconocen por el carro y por el sonido de las campanas del caballo. Pero sobre todo ella los conoce ellos; conoce su basura y lo que le pueden dar. Así, al pasar frente a una de las tantas casas señala un canasto lleno de bolsas y dice: “Acá no paro porque no hay nada: pura basura”.
El carro se va metiendo entre los autos, que lo arrinconan. Uno se le pega atrás y Elena se da vuelta, indignada, para gritarle algo al conductor. Pero no se queja del tráfico. “Yo no tengo problema con los autos. Voy tranquilita… sin apuro”, afirma.
Accidentes tuvo pocos. Una vez, el carro volcó en la calle 13. Había una protesta. Bombos y fuegos artificiales. El caballo estaba parado mientras ella revisaba unas bolsas y el ruido lo espantó.
En 5 y 59, para frente a una verdulería. Mete medio cuerpo adentro de unos altos tachos de plástico y logra rescatar tomates, uvas, cebollas y manzanas, que salen chorreando agua. Elena pone las frutas y verduras en una bolsa. Se sacude las manos mojadas y sube al carro.
En una casa con frente de mármol blanco, un grupo de chicos está de mudanza. Hay cajas y sillas en la vereda. Al pie de un árbol, Elena divisa bolsas de consorcio.
—A ver, a ver, acá hay algo —adelanta.
Baja. Husmea. Grita:
—¡Dios me mandó a esta casa!
El blanco es el premio, el material preciado. Otros, como el cobre y el metal, valen más pero cuesta juntarlos. En general, se acumulan y se venden una vez al año. Con esa venta, un cartonero puede hacer unos $700. El vidrio se consigue fácil pero no se paga tan bien.
Afuera de un boliche de la calle 59 junta decenas de porrones de vidrio y botellas de licores. Las botellas raras se las vende a un artesano que trabaja en la feria que está en la vereda dela Facultadde Humanidades.
6
Cuando se emociona Elena muestra los dientes. Los ojos celestes se clavan en los otros ojos que la miran. Con una mano de dedos gruesos y uñas largas se seca las lágrimas y la transpiración.
Tal vez porque sabe que saldrá en una revista, Elena se emociona a cada rato. Por su hijo preso, por su nieta que murió asfixiada, por su marido fallecido. Como contrapartida, ofrece una cargada para rematar cada conversación.
Elena cartonea de lunes a lunes. Todas las tardes. Además, tres veces a la semana cuida abuelos. Turno noche hasta las 2 de la tarde. La empresa para la que trabaja le paga $5 y $7 la hora. El celular no para de sonar en todo el recorrido. No atiende. Sabe que la llaman de alguna de esas empresas.
Ni lo que junta cartoneando ni la pensión de ama de casa le alcanzan. Además, tiene que pagar el abogado de su hijo.
Elena saluda a todos los que se cruza. Tiene conocidos en todas las esquinas.
Cuando pasa por 1 y 70 se da vuelta para saludar a un hombre de traje que sale del hospital San Martin.
—¡Amigo! —grita.
El hombre se golpea el pecho y la saluda con los dedos en V. Ella devuelve la seña. La gente que espera en la parada de colectivo mira con curiosidad. Algunos ríen.
—¡Soy peronista de cuna! —dice, efusiva.
7
Después de atravesar el centro, Elena va por 53 hasta 19. Y en 66 pega la vuelta a su barrio.
En la vereda de una casa de villa Montoro dos adolescentes toman mate.
—¡Ah! ¡Mirá a los tortolitos! ¿Con este feo te pusiste de novia?
La chica alta, de unos 15 años, y el chico, que parece de 13, se ríen. Elena también se ríe. Levanta un brazo para despedirse.
En el patio de su casa acumula y clasifica lo que junta. Hay montañas de basura mezclada con cartones, alambres y plásticos y dos perros flacos que olfatean las cosas. Allí clasifica los distintos materiales para venderlos a las chatarreras.
La loca Elena
En 2009, Elena protagonizó un documental de Hernán Zin, el hijo de Claudio Zin, que ganó varios premios. De título le pusieron La loca Elena, como le dicen a ella en el barrio. En la película, sus rulos grises están rubios para siempre.
“A mí no me molesta que me digan ‘loca’. Pasa que están los que te dicen ‘eh, vos, loca’, ¿me entendés? Me da una bronca… Porque a mí todo el mundo me quiere, y yo saludo a todos. Pero si alguien me dice algo, ahí sí me puedo dar vuelta y decirle de todo”, afirma ahora.
40 centavos el kilo
Tito tiene 21 años y cartonea junto a su hermano. Son del barrio El Progreso. Lo que recolectan lo acumulan en el terreno de su casa durante una o dos semanas. Clasifican los materiales y lo venden, por kilo, a una de las tantas papeleras que existen enLa Plata. Estosson precios por kilo en nuestra región:
Cartón: $0,40
Papel de diario: $0,30
Papel blanco: $0,90
Chatarra (chapa y otras): $9
Cobre: $23
Tito advierte que los precios bajaron respecto de 2011.
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