"La gente cree estar plenamente informada sin haberse aproximado siquiera a una sola idea que contradiga sus prejuicios", Bill Keller.

28 de junio de 2009

Vivir encarcelado


Ana Cacopardo y Andrés Irigoyen, los directores del documental que muestra la realidad de los detenidos y su difícil reinserción en una sociedad que prefiere ignorarlos

"Acá no se puede filmar", dice la voz oficial. El que tiene la cámara quiere registrar una inspección del Comité contra la tortura de la Comisión por la Memoria en una cárcel bonaerense. "No se puede filmar", manda, ordena, la voz oficial. Pero el camarógrafo filma igual. La cámara registra y la cárcel igual se ve.
A aquellas primeras imágenes recolectadas con la sola intención de documentar las inspecciones se sumaron otras, buscadas, planificadas, para contar lo cotidiano tras las rejas. Y así fue que surgió Ojos que no ven: una película documental en la que se cuentan el viaje de Luisa para ir a visitar a su hijo preso y las historias de Ramón, Adela y David, una sórdida radiografía del universo carcelario.
Producida por la Comisión por la Memoria, la película acaba de ser considerada como mejor largometraje en la competencia oficial del XI Festival de Cine y Derechos Humanos, además de ganar en la categoría "Cárceles", que contó con un jurado integrado por mujeres detenidas, y obtener el premio del público, que encontró en aquella cámara sus propios ojos para ver las celdas, los pabellones, las ranchadas y los calabozos de castigo de las cárceles bonaerenses.
Dirigido por Ana Cacopardo y Andrés Irigoyen, el documental contó con la producción periodística de Mariana Martínez y fue co-guionado por Cacopardo y Martín Ladd, equipo de producción que conversó con Diagonales sobre eso que registró, eso que está sucediendo ahora y sobre esos personajes que existen también fuera de su película –antes y después de su película–, en las cárceles y comisarías bonaerenses.
–¿Qué buscaban cuándo empezaron con las filmaciones?
Ana Cacopardo: –El trabajo surgió como un registro documental de las inspecciones que el Comité contra la tortura empezó a hacer en 2005. Hay videos que, incluso, sirvieron como respaldo para denuncias penales. La película nació después de la conmoción que nos causó a todos el contacto con el mundo carcelario.
Andrés Irigoyen: –Nosotros íbamos con las cámaras como apoyo, pero después de un tiempo vimos el material y surgió la idea de hacer la película. Entonces empezamos a buscar las historias.
–¿Y ahí cambió el objetivo?
A.C.: –Queríamos documentar qué es la cárcel marcando una diferencia con la televisión, sin banalizar situaciones que en verdad son la vida o la muerte para una persona, sin el vouyerismo de la clase media, que se asoma sobre el universo marginal tumbero desde el espectáculo.
Mariana Martínez: –Trabajamos en mirar, escuchar y permitir al otro la comunicación. Fueron muchas horas de filmación, porque cada uno de los cuatro personajes tiene al menos tres años de seguimiento.
Martín Ladd: –La película se estructura con los personajes que dan pie para que vayamos a mostrar las inspecciones, el adentro. Y también algunas pinceladas de algunos otros detenidos que viven en las mismas realidades que los personajes principales. La película transcurre en dos canales que se cruzan todo el tiempo.
–¿Con qué se encontraron en la cárcel?
A.I.: –Con un problema muy amplio que empieza en la desproporción que hay entre la cantidad de detenidos y la cantidad de guardiacárceles. En una de las cárceles, por ejemplo, había 1800 internos y 23 guardias. Esa desproporción obliga a los guardias a necesitar la colaboración de algunos internos. Y ahí se permite la portación de armas, ahí aparecen los tipos que reprimen a sus pares a cambio de favores que van desde visitas íntimas a drogas. Eso es lo que se ve muy claro en la película.
A.C.: –Las cárceles reciclan violencia, no hay resocialización, en ellas la sociedad segrega y neutraliza a los que sobran y nosotros queríamos interpelar a la sociedad que naturaliza la existencia de esta población que se queda afuera de todo. Que sepa que puede apuntar a construir una sociedad democrática, que incluya a todos, o una sociedad para pocos en la que muchos queden afuera. El encierro es el último eslabón de exclusión.
–¿Cómo lo cuentan?
A.I.: –Por un lado están las imágenes que tomamos en las inspecciones y por el otro las historias de los cuatro personajes que buscamos para el documental. Estas dos partes se cruzan todo el tiempo. Quisimos que la cámara sea el ojo de la gente, el ojo que está mirando para mostrar lo que está pasando ahí dentro, para que surgieran preguntas.
M.M.: –Preguntas, preguntas. ¿Cuál es el papel de la justicia? ¿Cuál es el rol del Estado? ¿Cómo es posible que se permita semejante estado de indignidad?
M.L.: –Además hay un concepto en el tratamiento de la cámara para darle una mirada humanizada a la situación, se muestran las condiciones de vida y la falta de posibilidades para la resocialización, la postergación permanente. Porque por más que hayan robado o matado, son seres humanos y sus historias se repiten.
A.I.: –La pobreza y la drogadicción son el ingreso a la delincuencia. Salen a robar porque necesitan tener plata. Por eso nos basamos en la humanidad de estos personajes para contar la situación carcelaria.
A.C.: –Las cárceles son un depósito de personas que no tienen nada que ver con un proceso de resocialización. Son campos de concentración. Toda la película es una denuncia.
–¿Preguntaron a los entrevistados por qué estaban presos?
A.I.: –No preguntamos qué es lo que habían hecho, pero Ramón lo dice a la cámara. Es un tipo grande, que no tiene la edad promedio de los presos, que entró a los 15 años por robar una vaca en el medio del campo, pero estando preso le pasó de todo: lo quisieron violar y mató al tipo. Después hizo todo lo que se te ocurra como socio del Servicio Penitenciario.
–¿Por qué no dan a conocer datos estadísticos?
M.M.: –No hay estadísticas, pero aparecen números. En esa búsqueda de la cámara para tratar de documentar lo que pasa dentro de la cárcel, se ve un cartel en el hall de la cárcel de Batán con el número de detenidos condenados y procesados. Eso está unido a los testimonios, uno de los chicos que llevaba siete años detenido no sabía ni el nombre de su abogado.
–¿Creen que logran hacer sentir el encierro?
M.L.: –Sí. Trabajamos particularmente con algunos planos del sonido que dan la sensación de encierro. Y también hay algunos primeros planos, algunas pieles.
–¿Qué esperan provocar?
A.C.: Que el espectador, si no emite juicio de valor, al menos se pregunte qué está pasando. La película dispara interpelaciones para todos y también para cada uno de nosotros: cuáles son los controles sociales sobre lo que ocurre en el sistema carcelario, qué políticas de seguridad queremos, qué pasa que hay impunidad para los poderosos. Y también nos deja ver cómo nos mienten los oportunistas y demagogos cuando nos prometen más mano dura y más cárceles. Porque no se pueden pensar políticas de seguridad sin repensar la exclusión y recapacitar sobre el clima de legitimación de lo que pasa en las cárceles. Aunque no te importen los Derechos Humanos, hay que entender que la mano dura y las cárceles no son ni siquiera una salida efectiva para mejorar la seguridad. La película nos deja ver cómo nos mienten esos que prometen atajos y simplifican el discurso.
–Las propuestas para bajar la edad de imputabilidad, ¿podrían ser otro ejemplo sobre cómo se simplifican los discursos?
A.C.: –La niñez en situación de calle es un tema sólo cuando los chicos nos amenazan. Entonces, aparecen los que dicen: "discutamos a qué edad el sistema carcelario se hacen cargo de ellos". Pero no nos preguntamos dónde empezaron la violencia y la inseguridad, qué pasa con los cien mil pibes que no estudian. Hay que hacer algo para que los pibes no lleguen a la cárcel. Una vez que estás ahí es imposible salir porque no hay oportunidades. Nada, ninguna, ni la más mínima posibilidad de salir.

Una mirada a las verdades que golpean
Por Miguel Russo
Hay un cine que refleja qué es (y por qué es así) la sociedad argentina. Es el cine que no tiene grandes espacios en las páginas de espectáculo porque no es un espectáculo. Es el cine que no hace estallar la taquilla de las boleterías porque ni siquiera lo busca. Es el cine que se prefiere ignorar, olvidar, guardar para mejor oportunidad o, mejor dicho, para nunca. Ojos que no ven es ese cine. No se trata, como se puede suponer, de un documental de denuncia. O sí, quién sabe. Lo fundamental es mirar. Mirar, en el estricto sentido que aplica al término uno que conoce y mucho sobre el tema, John Berger: reconocerse (cómplice, culpable, o al menos nunca inocente) como parte fundamental de lo mirado. Por eso los detenidos (los personajes centrales y las decenas y decenas que gritan su nombre, miran a cámara, levantan una mano o se cubren el rostro) y los familiares (la madre, claro, pero todas las madres y todos los padres y todos los hijos y todos) son tan dolorosos. Porque son una parte (y fundamental) de ese que los ve. Y esa parte golpea donde golpean todas las verdades: en la vergüenza, en el medio del pecho, como la angustia. Y no es que se va al cerrar los ojos o al terminar el film. La angustia, la vergüenza y el dolor siguen creciendo. Una angustia, una vergüenza y un dolor que se instalan con toda su furia. Como dicen sus realizadores: huele a cárcel. No a las de Hollywood, esas que el cine prefiere mostrar, sino a las bonaerenses, esas que el cine prefiere ocultar. Y ese olor lastima. Tanto como las imágenes, como las palabras de los detenidos. Y, peor, tanto como sus silencios.
Editor de la sección Cultura del diario Diagonales

No hay comentarios.: