"La gente cree estar plenamente informada sin haberse aproximado siquiera a una sola idea que contradiga sus prejuicios", Bill Keller.

10 de noviembre de 2025

Un viaje a Río de Janeiro

 Escribí este texto después de un viaje con mi papá a Río de Janeiro, el primero que hicimos juntos después de la muerte de mi mamá. Fue una travesura y un gran privilegio. No es una crónica de turismo, sino una memoria sobre el duelo, la vejez y las pequeñas cosas que todavía nos hacen reír.



La idea del viaje empezó acá. Le saqué una foto a mi papá en la playa, su lugar favorito, unos días después de que muriera mi mamá a los 85 años, en octubre del año pasado. Mi hermana viajaba a España y pensamos que era una buena idea encontrarnos de sorpresa en Mallorca, donde Beto, que así se llama mi papá, tenía un amigo con el que hablaba todos los días.

Yo, que vivo a 500 kilómetros, empecé a viajar para verlo más seguido y me di cuenta de que quizá era un viaje demasiado largo para él: vivía “poniéndose a punto”, yendo al médico casi todas las semanas con algún problema nuevo. Entonces le pregunté: "¿Y si vamos a Río de Janeiro?" Dijo que sí, pero nunca estaba listo.

En uno de mis viajes para visitarlo estaba alterado. Me mostró en el celular una conversación con su amigo. "Qué le pasó", me preguntó:

1 de octubre: "Deseo que estés recuperado."

"Extraño nuestras conversaciones."

2 de octubre: "Antonio! Te mando todo mi deseo para tu pronta recuperación."

3 de octubre: "Antonio! Estoy pensando en vos y solo deseo que te encuentres bien!"

4 de octubre: "Antonio...!"

5 de octubre: "Antoni...!"

6 de octubre: "Anton...!"

Y entonces, una respuesta: "Antonio ha muerto."

Ese mismo día le pregunté: "¿Y si nos vamos a Río?"

Yo salí un rato y cuando volví su valija estaba arriba de la mesa, a medio armar.

Entonces, viajamos a mi casa en colectivo; después de un asado con mis amigos, el 1 de noviembre salimos para Río en avión.

En Río empezó a reírse de mi ocurrencia para que nos encuentre el Uber: "Estoy en la esquina, con un viejo con bastón", después de que el traductor me devolviera, con toda seriedad: “Estou na esquina, com um velho de bengala”.

"¿Soy un viejo?", preguntó. "No estoy discapacitado", aclaró.

"Yo puedo", me decía antes de trastabillar en la calle.
Una vez, al caer al borde de una pileta en la terraza del hotel —después de pedirle mil veces que se metiera por la escalera con baranda y él encarara por la otra punta— lo justificó así: "No me caí, me tiré."

Si lo dejaba ir adelante cuando repetíamos un camino, en todas las esquinas tomaba la dirección equivocada.

Estuve todo el viaje pensando en que no se matara, aunque hubo veces en las que yo mismo tenía ganas de matarlo. Asumo que a él le habrá pasado lo mismo: "No me dejás hacer nada", me dijo más de una vez. También mil veces me dijo gracias: "Gracias, Miguel".

Durante esos días, claro, hubo decenas de fotos y videos con los que intentamos mantener informada y conectada a mi hermana, que vive en EEUU. Entonces, mirando las fotos, me di cuenta de su sonrisa y me acordé del primer día en que pensamos en hacer un viaje. 



23 de mayo de 2025

¿Cuándo se baila?

 


Estaba yo solo, sentado en la punta de una larga mesa, muy temprano para mi costumbre, cuando una pareja adulta entró al salón del Club Ateneo Popular con la vista puesta en dónde sentarse. Me vieron ahí, con la bandejita de cartón vacía, la botella de vino de la casa y la copa sin servir y me preguntaron si podían sentarse en la mesa.

-Claro, es un lugar libre, pueden sentarse ustedes donde quieran -les dije.

-Muy bien -respondió ella-, muchas gracias.

Flaco y alto, él llevaba un pantalón blanco y usaba una boina. Ella vestía de negro y aunque tenía un suéter, no se quitaba la campera buscando aclimatarse. Los dos pasarían los 70 años, estimé.

Primero preguntaron por la calefacción del lugar y luego por lo que podrían comer. Dijeron que habían ido a bailar tango hace un par de semanas y enseguida preguntaron:

-¿Cuándo se baila?

-Si quieren bailar ahora, pueden salir a la pista, acá a nadie le importa si hay una o diez parejas bailando. Sino, esperen un rato que arranca la clase.

-¿Hay una clase? ¿Para qué? -preguntó ella, que se mostraba más dada a la conversación con un extraño.

-Hay una clase de boleros. No se la pierdan, les dije.

La forma de mi botella los hizo dudar. Me preguntaron si era vino y empezaron a discutir qué pedir. Cuando se decidieron —no llegué a oír qué—, él fue a buscar las bebidas.

Ella aprovechó para contarme que habían llegado al club por recomendación de su hija, que iría más seguido si no fuera porque no tiene plata.

El apareció bastante pronto, con un vaso con una bebida negra que ella creyó cerveza. El fernet era para él, que le preguntó qué cerveza tomaría.

-Roja o negra -le dijo.

-Sólo hay cerveza artesanal -dijo él.

-Entonces, roja o negra -insistió ella.

Intervine sin certeza sobre el tipo de cerveza que había en las heladeras para decirle que solo había rubia o IPA.

Puso cara de que no le gustaban, pero le mandó comprar una rubia.

Fue entonces que me tiró la confidencia.

-Somos novios -me dijo.

-Ahhh! Qué hermoso -le contesté.

-Yo estoy separada hace mucho tiempo -reveló- y él quedó viudo hace poco. Nos reencontramos en febrero, pero tenemos una relación secreta.

Advirtió que el hombre se acercaba y estiró la mano para tocar la mía en busca de una confidencia:

-No quiero que me escuche hablar de esto -me dijo.

Él traía una empanada de verdura para ella, pero necesitaba confirmar qué cerveza prefería, mientras bajaba la espuma de su fernet, que había quedado sobre la mesa.

Cuando él se fue, ella siguió:

-Nos vemos todas las semanas. Él vive a 174 kilómetros -me dijo- pero tiene una camioneta y viene a verme. Yo también voy, pero menos, porque no tengo auto. Además, yo soy libre, puedo hacer lo que quiera, pero él no quiere que sus hijos se enteren: todavía están de duelo.

-¿Y hablan por teléfono muy seguido? ¿cómo se comunican? -pregunté.

-Estamos todo el día juntos -me sorprendió-. Nos llamamos por video y desayunamos juntos, almorzamos juntos, estamos todo el día hablando. Estamos re contentos. Nosotros fuimos novios cuando éramos chicos, cada uno hizo su vida, pero ahora me encontró por Facebook. Nos encontramos después de 50 años.

El hombre casi la descubre revelando su secreto. Le dejó una cerveza rubia y volvió a sentar a su lado justo cuando empezaba la clase.

-Si quieren bailar vayan a tomar la clase -los apuré.

Ella se metió lo que quedaba de la empanada en la boca y con máxima velocidad se sacó la campera, mientras él hacía lo mismo y le daba un beso al Fernet antes de salir a la pista.

Los miré de lejos mientras tomaban la clase y casi me arrepiento de mi recomendación cuando escuché que les pedían que se tomaran de los tobillos. De pronto imaginé al hombre de cabeza al piso, cosa que por suerte, o por milagro, no pasó. La indiscreción es mi fuerte. Y quería saber si eran felices, así que los seguí un poco más.

Intentaron soltarse cuando les pidieron cambiar de pareja, pero no duraron mucho: volvieron a tomarse como si los demás no estuvieran.

Un poco antes de que termine la clase volvieron sonrientes a la mesa y pidieron que les tomara una foto. Él me pasó su teléfono para que pudiera retratarlos. Así lo hice. Pidieron otra, más, vertical, de cuerpo entero. Y otra para que se vea el escenario. 

-¿Nos podés tomar otra foto cuando sale la banda? -preguntaron.

El Sindicato Argentino de Boleros empezó a sonar y nadie bailaba. Yo empezaba a preocuparme.

-Anímense, acá no baila el que quiere sino el que puede -les dije.

Les daba vergüenza, pero salí un minuto y cuando volví eran una de las parejas que estaban en la pista.

Cuando terminó la primera parte del show volvieron presurosos a la mesa y empezaron a agarrar sus cosas.

-¿Ya se van? -pregunté.

-Sí -respondieron a dúo.

-A otros menesteres -me dijo ella, por lo bajo, tocándome la mano otra vez.

Y se fueron. A sus menesteres.