Igual que el personaje de Kafka que comenzó a interpretar en el teatro de su pequeñísimo pueblo, donde hoy lo aplauden de pie, Sergio necesitaba una salida. Casi ciego de nacimiento, su infancia no fue feliz. Tampoco su adolescencia. Era un hombre de 31 años que había estado encerrado toda la vida, que no sabía jugar, que no había ido a la escuela y era escondido de las pocas visitas que había en su casa, hasta que un día se reveló a su destino y logró escapar.
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“Te vas a morir de hambre y vas a volver”, le decía su padre cuando dejó su casa.
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Si hubiesen sujetado con clavos mi libertad de acción no hubiese cambiado nada… y… pregúntense por qué, pregúntense por qué.
Hay que rascarse entre los dedos de los pies hasta que salga sangre, reventarse el lomo contra las rejas del cajón, que no van a hallar respuestas. No hay salida. No hay salida.
Pero yo tenía que encontrar… una. Sin una salida yo no podía seguir viviendo. Sin una salida hubiese reventado tarde o temprano.
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Sergio Tapié entra a escena vestido con un traje impecable. Lleva un portafolio en la mano y camina lentamente, como si estuviera a punto de perder el equilibrio. Como reconoce las fuentes de iluminación, lo espera una pequeña mesa con un mantel blanco que le permite ubicarse, recorrer el tablado sin llevarse nada por delante, apoyar la jarra con agua y el vaso del que habrá de beber varias veces durante la función.
No hay salida, dice su Mono Libre. Su Pedro El Rojo, capturado por la compañía Haigenbeck para ser la atracción del circo o del teatro de variedades y que aprendió a tomar aguardiente y a decir sus primeras palabras cuando era transportado dentro de una pequeña jaula en un vapor. Prisionero.
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Ahora Sergio está sentado en el comedor de un pequeño departamento que el Taller del Teatro de la Universidad Nacional de La Plata tiene para recibir a sus invitados. Lo acompaña Juan Pérez, un ex bailarín de folklore que encontró en el teatro la posibilidad de no extrañar los aplausos del público. El anfitrión es Norberto Barruti, que cocina unos ravioles con algo de estofado para los invitados. Un periodista es el cuarto en la mesa.
—La salsa tiene algo de carne —le dice Juan. Y agrega para los demás: —es que, no sé por qué, pero a Sergio no le gusta el pollo.
Sergio no dice nada. Tiene el tenedor en su mano izquierda y con la yema de los dedos de la mano derecha recorre el plato tocando la comida hasta que encuentra lo que busca. Un segundo después estará disfrutando de su primer bocado de carne.
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Esta noche presentará “Informe para una academia” en una de las salas del teatro platense. Acaba de levantarse después de unas pocas horas de sueño tras un largo viaje en el que no pegó un ojo, sentado en el peor asiento del micro, arriba del motor, escuchando el run run.
Juan llevará adelante la conversación. Contará de las idas y vueltas que tuvieron que hacer para que les dieran el pasaje que a Sergio le corresponde por su discapacidad y reirá de la decepción del maletero cuando tuvo que cargar el bolso en el que llevaban congelado el lechoncito que a la noche asarían a la parrilla y que a esa hora del mediodía descansaba sobre una mesa. Barruti es el mejor anfitrión del mundo.
—Ensayamos cuatro veces por semana. Sergio tiene que viajar 45 kilómetros desde Ataliva Roca hasta Santa Rosa. Es el único con “problemas” que sube al micro en Ataliva, todos lo conocen, pero se la hacen difícil. Ahora tuvimos que ir tres veces hasta que nos confirmaron que nos daban los boletos —revela antes de zambullirse en la historia que los llevará a la séptima presentación de “Informe para una academia”, la primera fuera de La Pampa.
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Sergio nació en el campo a seis kilómetros de un pequeño pueblo que no supera los mil habitantes. Es el sexto hijo de siete. El único que no ve, el que no fue a la escuela hasta que un pastor evangélico lo convenció de que dejara su casa y empezara a ir a la iglesia.
Así fue como, a los 32 años, empezó la escuela para ciegos, aprendió braile y tuvo sus primeros amigos fuera de su familia. Así fue como conoció el teatro. Sus primeras intervenciones fueron en el aula, donde las maestras les leían escenas que luego interpretaban para sus compañeros. Pero fue una breve experiencia en un programa del gobierno nacional que se llamó Teatro por los Pueblos donde se presentó por primera vez ante el público. Quedó prendado.
Casi al mismo tiempo, también Juan hacía sus primeros pasos en las tablas. Barruti había llegado a la provincia con el respaldo del teatro Nacional Cervantes para formar un elenco que saldría de gira por la provincia y coronaría con una función en la sala de la calle Libertad, en la ciudad de Buenos Aires. Juan formó parte del elenco y se animó a dar clases por los pueblos.
Cuando Sergio le pidió que lo dirigiera en una obra entró en pánico y le dijo que no. Su mujer le dio una buena idea:
—Llamalo ya al Colo.
—Donde hay una necesidad hay un derecho –le dijo Barruti del otro lado de la línea.
—Si vos me ayudás, yo me animo —respondió.
—Lo que quieras, lo que me pidas, vos dale para adelante.
Apenas escuchó la historia Barruti no tuvo dudas que tenía una obra para Sergio, pero aún no imaginaba por lo que tendrían que pasar sus amigos pampeanos para poder materializar el trabajo.
—La complicación la tenía yo en la cabeza—, reconoce ahora Juan.
Sergio ya tenía director.
La primera vez que le leyó el texto Juan le preguntó:
—¿Vos te imaginás a un mono?
Sergio le contestó con otra pregunta.
—¿Qué es un mono?
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Juan decidió grabar el texto en un tono neutro. Sergio lo escuchó una y otra vez pero se sintió frustrado. Lo llamó para decirle que no iba a poder. Que abandonaran la idea.
El director no se dio por vencido. Dividió los audios en catorce traks.
—Éramos dos absolutos ignorantes —dice Juan, con una sonrisa de oreja a oreja.
Y agrega:
—Fuimos inconscientes, irrespetuosos, osados, corajudos. ¿Por qué no?
En febrero viajaron a La Plata; estuvieron dos días encerrados en el teatro, con el Colo y parte de su equipo: dos asistentes, un actor ayudante y una vestuarista.
—La verdad es que fue algo increíble para Sergio. Desde viajar, porque nunca lo había hecho, hasta trabajar de esta forma tan intensiva. Y allí armamos prácticamente la obra, junto al Colo. A la vuelta nos quedaba ensayar, generar acciones nuevas, modificar las que se podían generar. A partir de marzo comenzamos a ensayar tres veces por semana y cuando estuvimos cerca del estreno, que fue en junio, empezamos con una rutina de cuatro ensayos semanales.
—El de Kafka es un texto afín al pensamiento existencial, nos habla de la razón y el sentir del vivir. La persona que tiene una razón para vivir empieza a darle valor a la vida. Para nosotros, que lo estudiamos, nos está diciendo que el encierro es la forma del capitalismo, que en el mundo del tener el hombre se convierte en un animal, pero no sabemos, porque Kafka no lo dice nunca. Tal vez sólo esté contando un cuento para sus amigos del bar. De alguna manera era perfecto para Sergio. Hay algo relacionado en su historia con la cuestión de fondo del conflicto.
—No podríamos haber elegido otro —dice Juan.
—El mono quiere salir —agrega Barruti-. Son parecidos, pero diferentes.
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Mis recuerdos, mis propios recuerdos comienzan en una jaula. Mtntntnt… No era una jaula con rejas en los cuatro lados, no, sino que eran tres rejas, clavadas a la tabla de un cajón. La tabla del cajón era la cuarta pared. Era demasiado baja para estar parado y demasiado estrecha para estar sentado. Yo permanecía en cuclillas, con las rodillas temblando, sumergido en la oscuridad…
Sergio nació el 3 de diciembre de 1971 en Ataliva Roca, un pueblo en el que –según el censo de 2010- viven 707 personas (había 488 habitantes en 1991), está ubicado en el departamento de Utracán, en la provincia de La Pampa, a 45 km de la capital de la provincia. Lo cruza la Ruta Nacional 35 y su economía se basa en la agricultura y la ganadería.
La familia vivía en una casa de cuatro dormitorios, con cocina a leña y estufa hogar con un campo de 250 hectáreas utilizadas para la cría de ganado. Mientras sus hermanos iban al colegio, Sergio aprendía las tareas del campo.
—Los tuvo cortitos a todos, pero conmigo fue peor.
—¿Por qué?
—No podía asimilar que yo fuera así, le daba vergüenza.
—¿Te escondía de los demás?
—No le gustaba la gente, cuanto menos vinieran a visitarlo mejor. Él no iba a visitar a nadie nunca. Y cuando iba alguien me mandaba afuera o a la pieza. No quería que yo estuviera mucho con la gente.
—Tal vez pensaba que era una forma de cuidarte.
—No quería que saliera de al lado de él.
—¿Por qué?
—No sé. Por miedo a que la gente anduviera diciendo que yo andaba por ahí, solo, teniendo una familia.
—Al menos tuviste muchos hermanos. ¿A qué jugaban?
—No jugué mucho con mis hermanos.
—Pero algo habrás jugado cuando eras un chico. Todos los niños juegan.
—Yo no. Solamente jugaba con unos primos que vivían a un kilómetro de mi casa. A veces venían de visita y jugaba con ellos.
—¿A qué jugaban?
—Tenía un carro con unas ruedas de bicicleta. Uno se subía y los otros empujaban. También jugábamos a la pelota.
—¿A la pelota?
—A patear penales. Otra cosa no podía hacer.
—¿Y tu mamá? Hablás poco de tu mamá.
—Ella siempre me defendía, pero también estaba sometida. En mi casa se hacía lo que decía mi papá.
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Los hermanos de Sergio crecieron, se mudaron al pueblo y no pudieron negarle que fuera a pasar el rato con ellos. Su hermana Elda, cinco años mayor, lo recibía en su casa, donde la visitaban dos pastores de la comunidad cristiana que abrieron para Sergio la primera puerta.
María y José lo invitaron a cuidar una casa que tenían en Ataliva Roca y él se mudó.
—Una vez que salí del campo me empezó a ir mejor, le daba gracias a Dios por eso.
En su casa paterna se decía que había sido secuestrado por una secta. Le iban con cuentos a sus padres, que le iban a sacar la plata, que lo iban a explotar, que los pastores eran, en realidad, brujos.
—¿Alguna vez te fue a visitar?
—Nunca. Yo lo veía en la casa de mis hermanos. Él pensaba que no iba a poder sobrevivir.
—¿Tu mamá tampoco iba a visitarte?
—Mi mamá tampoco. Si él no iba no quería que nadie fuera. Él mandaba.
—Y no te ayudaba para que pudieras salir adelante...
—Nunca.
—Pero vos no ibas a volver al campo.
—Volver ahí era como una cárcel, no iba a salir más.
Con la iglesia llegó la escuela de ciegos y sus primeras cosas de hombre. No tuvo novias, tuvo amigas que lo iban a visitar, alguna se quería casar, pero él desconfiaba. Se quedaban un día o dos, pero le gustaban los hombres. No se conformaba con uno. Tal vez hubiera funcionado… quién sabe.
Mientras el padre esperaba que fracasara y volviera a casa, Sergio se abría un mundo nuevo. Pasó complicaciones, comió mal, tuvo frío en invierno y calor en verano, pero empezó a trabajar haciendo —mandados, consiguió que otras personas lo ayudaran a tener su pensión -lo que recién logró tener en 2007-, que le cedieran una casa en comodato, que el comedor municipal le diera la comida de lunes a viernes.
No fue fácil, no es fácil. Hay gente que lo ayuda pero otros que lo tratan de vivo, dicen que se hace el loco, les molesta que consiga cosas, que tenga casa y comida sin necesidad de trabajar. El siguió adelante, con el tiempo se fue de la iglesia y llegó al teatro.
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—Sergio desconocía la implicancia de una estructura dramática así que comenzamos con el desafío de poder transmitirle eso a través de posturas, del tacto. Eso me remitió muchísimo a mis primeros años de teatro, cuando en los talleres estimulan este contacto físico con los compañeros. Sergio aún no había experimentado este contacto y las tensiones a través de esas percepciones también estuvieron buenas. Tuvimos que hablar mucho sobre esto y a su vez nos fuimos teniendo más confianza.
—¿Cómo hacían?
—Yo le mostraba con mi cuerpo, y él con sus brazos y manos tocaba e iba aprendiendo.
—¿Para vos cómo fue Sergio?
—Ensayamos mucho, cuatro veces por semana. Él me decía “tocame”, “vos tenés que ponerte así”. Y así fuimos armando todo. “Vos tenés que sentir eso y hacer lo tuyo propio”, me decía. “Hacelo natural. No fuerces nada. Natural”. Y yo fui sintiendo.
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Ahora falta sólo una hora para la función y Sergio está con Juan detrás de bambalinas. Se pone los zapatos, el chaleco y el saco antes de salir a reconocer el escenario y tocar la escenografía.
Juan chequea todo para él. Pide una silla más alta y una mesa más larga, rectangular, como la que usó en las otras funciones. Sobre ella coloca un mantel blanco. El técnico de la sala acomoda las luces que le permitirán conocer los límites por los que podrá moverse.
—Ahora sí —dice Sergio cada vez que se enciende un tacho. Su salida.
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—¿Tu papá llegó a ver la función?
—No quiso ir. No era compañero mi padre. Era de las personas de antes, pensaba una cosa y cambiara lo que cambiara para él siempre era igual.
—¿Cómo te sentís con eso?
—Yo ya salí. Otros están sometidos.
—¿Sus historias son parecidas a la tuya?
—Tengo una amiga a la que los padres le manejan todo. A la hermana le compran todo, a ella nada. Tiene 29 años pero no quieren que se le acerque ningún hombre. Y conozco a otra que tiene 26. ¡Ni hablar de que tenga novio! Son tan dependientes.
—¿Qué les pasará a esos padres?
—Nunca les enseñaron nada a propósito, para que no se fueran de al lado de ellos.
—Y a vos qué te pasa.
—Cada vez me gusta menos estar solo. A una de ellas la cargo, le digo que me quiero casar. Ella se ríe, piensa que es un chiste. Los padres no la dejan hacer nada. A mí no me importan los padres, me importa ella.
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El público comenzó a llegar al teatro. Unos días antes un profesor de la escuela de ciegos pasó por casualidad e invitó a varios de sus alumnos, hay gente de teatro, público fiel. En el fondo del edificio, Barruti tira brazas bajo el lechoncito mientras calcula cómo hará para escaparse de la parrilla y ver la obra.
Detrás de bambalinas Juan le da a Sergio la última arenga:
—Ahora vamos a disfrutar de este momento. Vamos a dejar todo en escena pero eso no significa que vamos a estar nerviosos. Vamos a agradecer lo que nos dan y para eso vamos a hacer una gran función. Tomate tu tiempo. Tranquilo. Vamos a empezar a cambiarnos. Ya son casi las nueve, falta poco.
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La sala ya está llena. La función va a comenzar.
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Y a la noche, después de tener éxitos ya casi insuperables, después de banquetes, veladas, de reuniones científicas, a mí me espera… una pequeña chimpancé semi amaestrada. Yo me entrego a sus brazos a la manera de los monos. Lo paso muy bien pero de día no puedo verla. Ella tiene en la mirada la turbación y la locura del animal domesticado. Eso únicamente yo puedo verlo y no lo puedo soportar.
De todos modos, he logrado, en resumen, lo que me había propuesto lograr. Que no se diga que no valía la pena.
Por otra parte a mí no me interesa el juicio de los hombres. Yo solo pretendo difundir conocimientos. Yo sólo estoy informando. También a ustedes, señores académicos, solamente les he informado.
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La sala queda en penumbras y el público aplaude de pie.
*Nota publicada en la Revista La Pulseada